acompañando la ceremonia de los peces
que repetían una y otra vez el conjuro
que ahuyentaba a los pescadores.
Ya había caído el sol,
apenas quedaba de él un reflejo rosa en el horizonte.
Las aves se alborotaban, llamándose;
era hora de retornar al nido.
El puente se fue despoblando;
allá a lo lejos se encendió una luz,
en la casita del molino.
El último pescador recogió la línea,
alzó su caña despojada una vez más de carnada
y partió... con un fracaso más a cuestas.
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